El canto perdido
En las brumosas selvas de Colombia, donde el tiempo se doblaba entre
jaguares y ceibas, habitaba una tribu ancestral llamada Wayuu. Su lengua, el
Wayuunaiki, era un canto fluido como el río Ranchería, susurrando secretos
entre las estrellas y las olas.
Un día, un portal de luz dorada se abrió en el cielo, y de él emergió
una figura extraña. Era un conquistador español, con armadura reluciente y
lengua de fuego. Su nombre era Alonso, y traía consigo una lengua nueva: el
español.
Alonso, cautivado por la belleza de la tierra Wayuu, intentó comunicarse
con ellos. Pero sus palabras resonaban como tronadas en oídos acostumbrados al
arrullo de la selva. Frustrado, recurrió a la fuerza, imponiendo su lengua como
ley sobre la tierra conquistada.
Los Wayuu, despojados de su canto ancestral, se vieron obligados a
aprender el idioma del conquistador. Sus voces, antes melodiosas como el viento
entre las hojas, se tornaron rígidas y extrañas.
Generación tras generación, el Wayuunaiki se fue opacando, relegado a
los rincones más íntimos de la memoria colectiva. El español se convirtió en la
lengua dominante, la llave para el comercio, la educación y el poder.
Sin embargo, en el corazón de la tribu, una niña llamada Iguaraya se
resistió a la imposición. Ella recordaba los cuentos de sus abuelos, las
canciones de cuna en Wayuunaiki que hablaban de un tiempo en que la tierra era
un coro de voces diversas.
Iguaraya se adentró en la selva, buscando el eco del canto perdido.
Encontró un anciano sabio, guardián de los secretos ancestrales, quien le
enseñó los tesoros ocultos del Wayuunaiki: la sabiduría de las plantas, la
magia de los animales, los cantos que curaban el alma.
Con la lengua ancestral resonando en su corazón, Iguaraya regresó a su
comunidad. Comenzó a compartir los cantos con los niños, enseñándoles la
belleza y el poder de su lengua materna. Poco a poco, el Wayuunaiki renació,
como una llama que se enciende en la oscuridad.
Las voces de los Wayuu se elevaron nuevamente, mezclándose con el canto
de las aves y el murmullo del río. El español seguía presente, pero ya no era
la única voz en la tierra. Era un idioma entre muchos, un puente entre
culturas, pero no un tirano que silenciaba los cantos ancestrales.
Iguaraya se convirtió en un símbolo de resistencia cultural, demostrando
que la lengua materna es más que palabras: es un vínculo con el pasado, una
llave hacia la identidad y un canto que resuena en el alma.
Y así, en la tierra
donde el tiempo se doblaba entre jaguares y ceibas, el canto perdido encontró
su camino de regreso, recordándonos que la verdadera riqueza de una nación
reside en la diversidad de sus voces.
Y kikiriki el cuento acaba aquí, y cocoroco, el cuento se acabo.
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