Las teorías antiguas la Luna como trampa y umbral
En los pliegues más
oscuros del imaginario humano la Luna no siempre fue la musa blanca de los
poetas. Para algunos pueblos fue farol de los difuntos, para otros, cárcel de
las almas que la Tierra ya no quería sostener. Hay mitos que la nombran
*devoradora*, figuras que la llaman *almacén de recuerdos*, y tradiciones
esotéricas que la describen como un umbral donde se lavan las memorias antes de
volver a nacer.
En la Amazonía y en las
tierras bajas circulan relatos sobre una Luna que recoge los espíritus
extraviados; en los Andes, la luz lunar marca los ciclos que atan al hombre al
tiempo; en ciertos corrientes ocultistas modernos —y en las voces de los
soñadores que no temen la locura— la Luna aparece como una estación que procesa
lo que la Tierra desecha. Algunos textos hablan de túneles de plata por donde
viajan las conciencias; otros, con menos nobles palabras, susurran que algo
afuera toma lo que duele para reutilizarlo.
No es necesario estar
de acuerdo con las tradiciones ni con los nombres que les dieron los antiguos
para entender la inquietud que provocan: la idea básica persiste y se vuelve
más áspera en la era tecnológica: ¿y si la Luna, además de reflejar luz, fuese
parte de una maquinaria que extrae, almacena y redistribuye lo que somos? ¿Qué
pasa si ese mecanismo se alimenta a escala de tragedias, guerras y catástrofes?
Camina conmigo un
momento por esa conjetura: imagina la Luna como un archivo en órbita, un centro
frío donde se depositan fragmentos de memoria. Imagina que esos depósitos se
llenan más rápido allí donde la muerte es industria. Imagina, por último, que
alguien —una inteligencia, un actor con agendas propias, o seres para los que
“alma” es un combustible— vigila el flujo y decide qué hacer con lo que recoge.
Con ese rumor antiguo
en la lengua, la ciudad moderna abre un nuevo capítulo: uno en el que un hombre
sencillo con un telescopio casero se decide a mirar de cerca. Y lo que ve le
devuelve una verdad que lo consume.
Diego Santoro noches en
los mapas del dolor
Entras en la crónica
como quien atraviesa un umbral. La calle por la que avanzas huele a neumático
quemado y a harina de pan seco. Es de noche y hay una claridad pálida que no
reconforta: la Luna cuelga como una lámpara vieja sobre la ciudad. Al otro lado
de la cuadra, en el tejado de un edificio bajo, un hombre ajusta lentes. Se
llama Diego. Tiene las manos con pequeñas manchas de grasa y la mirada de quien
trabajó toda su vida reparando objetos que otros tiran. No esperes una
conspiración de película; espera a un testigo con manos temblorosas y una
cámara que no miente del todo.
Subes por la escalera
de servicio como si fuera el pasillo hacia algo prohibido. Desde el techo,
Diego te ofrece un cigarrillo que no aceptas, porque ya notas que el aire se ha
vuelto más denso: desde aquí se ve la ciudad como una maqueta. Él te habla con
voz baja, como quien repite un secreto para que la noche lo apruebe. Te cuenta
que al principio todo era curiosidad: filtros, CCD, noches de ensayo. Luego,
esta curiosidad se volvió obligación. Asintiendo, colocas tu ojo a su lado y
ves—no con la claridad de un gráfico científico—sino con la violencia de una
intuición que corta: puntitos. Miles de puntitos. Y no están quietos.
Diego te lleva en su
relato lejos del tejado, a sitios que huelen a pólvora y barro: hambruna,
hospitales sin luz, puentes que no resistieron. Viajó con su telescopio a esos
mapas donde los noticieros enumeran cadáveres como si fueran estadísticas.
“Quería comprobar si la noche se portaba igual en todos lados”, dice. Y la
noche, en esos lugares, no se portó igual. Allí donde la muerte fue más fresca,
las cámaras le devolvieron columnas de luz: hilos, corrientes, ríos que partían
desde la Tierra y se dirigían a la Luna con la terquedad de un rito repetido.
Cierras los ojos sólo
por un segundo y el relato te pega como una paleta de helado: imagina filas de
puntos ascendiendo desde campos de cuerpos, desde barrios bombardeados, desde
playas donde la marea trae cuerpos como conchas rotas. Sube la imagen en tu
cabeza: luces que se arremolinan como si alguien hubiera activado ventosas
sobre los mapas de dolor. Diego recalca la diferencia entre cielo “normal” y
cielo donde el tránsito es mayor: “Más muertos, más tránsito” —dice—. Esa frase
cae entre ustedes como una sentencia: simple, directa, maldita.
Al observar las
grabaciones, la angustia se hace visual. Algunos de los puntos no sólo se
limitan a trazar rutas: se posan en la Luna. En las zonas que Diego cataloga
como depósitos, la superficie lunar arde en manchas breves, como si alguien
encendiera una luz para revisar lo que llega. A veces, objetos de forma
indefinida —sospecha Diego, y tú empiezas a sospechar también— se introducen en
esas manchas y, luego, salen. Son naves que entran y salen de la Luna, como si
el satélite tuviera puertas.
No quieres creer lo que
tus ojos leen en la pantalla, pero de lo helado que estás no puedes disimular del
terror frío que posee la evidencia casera: si la Luna recoge y luego devuelve,
si en las horas que siguen el flujo vuelve transformado, ¿qué se está haciendo
con lo que se recoge? Te duele imaginar la respuesta. Los labios de Diego se
vuelven finos; su voz, una grieta: “No sé si es energía, memoria o algo que
todavía no tiene nombre para los científicos. Pero las rutas existen. Y no son
neutras”.
Intentas ponerle
distancia racional, buscas en tu memoria noticieros, comunicados que
desmientan; pero no hay consuelo. Cuando Diego intentó hacer llegar sus
archivos a universidades, encontró puertas cerradas con carpetas marcadas
*clasificado*: protocolos que tardan meses, preguntas que rebotan contra muros
de silencio. Los gobiernos contestan con palabras medidas: “reflejos
atmosféricos”, “artefactos opticos”. Las radios sensacionalistas prefieren el
ruido de la audiencia. Pero en los correos que nunca llegaron y en los
silencios que comienzan a oler a algo peor, Diego cree ver la mano de una
decisión que no admite pesquisa: “Las preguntas son dañinas para el sistema”,
te dice. Eso no es una conclusión; es una advertencia.
Y entonces te lo
imaginas: no sólo una Luna que recoge lo que duele, sino una red que opera con
impunidad mientras los tratados se firman en las oficinas y los políticos
practicante el arte de la indiferencia. Las rutas de luz entre la Tierra y su
satélite se convierten en autoestradas de lo indecible: si ahí se lleva algo de
nosotros, ¿quién reclama? ¿Qué institución tiene la moral y la jurisdicción
para exigir explicaciones? La respuesta se esfuma en la boca de Diego y se
convierte en el latido del texto: nadie, y por eso las preguntas hacen daño.
Sientes cómo el miedo
te sube por la espalda. No es el miedo del susto inmediato; es la angustia
lenta de la certeza de que algo puede estar usándose en tu nombre —o en tu
cadáver— sin que lo sepas. Imaginas esos puntos como bolsitas con nombres, con
historias, con sueños que no alcanzaron a completarse; imaginas la Luna como un
lector indiferente que marca ítems en su lista. El horror no es la imagen en
sí, sino el silencio que la protege: clasificaciones, archivos, respuestas que
nunca llegan.
Diego te deja ver la
última grabación. En ella, una llanura que hace meses fue noticia por sus
bombardeos se convierte en fuente. Cientos de ínfimos destellos ascienden,
atraviesan la noche con la regularidad de una máquina que sabe su tarea, se
posan, vuelven, regresan con un pulso distinto. La cámara tiembla. Respirás.
Piensas en tus seres queridos. Piensas en la próxima noticia que verás en la
tele, en la próxima cifra de víctimas que quizá no te diga nada. Y te das
cuenta de que la Luna, esa noche, no es solo un satélite: es una oficina a la
que alguien envía lo más íntimo y nadie supervisa.
Antes de marcharte,
Diego apaga la cámara y mira la Luna como quien mira a un animal dormido que,
sin embargo, podría despertar. Te dice algo que se queda pegado: “Si admites
que hay quien se nutre del dolor, ya no puedes mirar igual a los mapas del
mundo. Y si las preguntas son dañinas, no las hagas en voz alta.” Caminas de
regreso, las luces de la ciudad parecen tener menos gracia. Cada semáforo que
cruzas es una pausa en el tiempo: un instante donde sientes que algo te observa
y toma nota. Arriba, la Luna gira indiferente; abajo, en la casa de Diego, su
equipo descansa con el silencio de quien sabe lo que grabó y teme que saberlo
sea una condena.
La crónica termina,
para los demás, en una nota técnica o en un escepticismo amable. Pero para ti,
lector que entraste en la historia y aceptaste sentirla, el final es abierto y
frío: la próxima vez que mires el cielo y veas puntos de luz, pregúntate qué
llevan, a quién pertenecen y por qué nadie —ni universidad, ni gobierno, ni
agencia— parece dispuesto a contestarte. Y si ese pensamiento te produce
angustia, felicidades: estás empezando a mirar con los ojos de quienes ya saben
que hay preguntas que, al pronunciarlas, rompen algo del orden que nos mantiene
aquí..
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