sábado, 12 de octubre de 2024

Un viaje a la Colombia que pudo ser…

 


Era 12 de octubre, y el salón de clases estaba lleno de murmullo. Dana, una niña de 7 años, escuchaba atentamente a la profesora explicando el significado del Día de la Raza. La maestra hablaba de Cristóbal Colón, de los barcos que llegaron al continente, y de cómo ese día marcó el encuentro entre dos mundos. Pero también habló de lo que significó para los pueblos indígenas: la pérdida de sus tierras, sus costumbres y su libertad.


Dana, con la cabeza apoyada en la mano, sintió cómo sus párpados se hacían pesados mientras imaginaba una Colombia distinta. Poco a poco, sus ojos se cerraron, y sin darse cuenta, se quedó dormida. Fue entonces cuando empezó a soñar…

 

Un mundo sin Colón

 

Dana se despertó en un lugar extraño, pero a la vez familiar. Estaba de pie en medio de una gran pradera verde, rodeada de montañas imponentes y ríos cristalinos que brillaban bajo el sol. No había edificios altos ni carreteras, solo naturaleza en su estado más puro. A lo lejos, divisó una aldea, pero no era una aldea común. Las casas eran de barro y madera, decoradas con intrincados grabados y símbolos antiguos. El aire estaba lleno del aroma de plantas medicinales, y el sonido de tambores rítmicos resonaba suavemente en la distancia.

 

Caminó hacia la aldea, y al llegar, se dio cuenta de que la gente vestía ropas tradicionales indígenas, con plumas, collares de piedras y cintas de colores que representaban sus linajes ancestrales. Había hombres, mujeres y niños compartiendo comida y enseñando a los más pequeños sobre la tierra. Lo más sorprendente era cómo todos parecían vivir en profunda armonía con la naturaleza. No había contaminación, ni basura; los ríos estaban limpios, y las montañas no habían sido cortadas para construir carreteras o ciudades.

 

Dana se acercó a un grupo de niños que jugaban con figuras talladas en madera. Una niña, que parecía tener su misma edad, se le acercó con una sonrisa cálida.

 

—¿Quién eres? —preguntó Dana, un poco confundida.

 

—Soy Anayka —respondió la niña, ofreciéndole una de las figuras talladas—. ¿Eres nueva en la aldea?

 

Dana asintió, aunque no estaba segura de dónde estaba.

 

—Creo que sí... —respondió con dudas—. ¿Dónde estoy? ¿Y dónde están las ciudades? Los edificios altos... las carreteras.

 

Anayka la miró con sorpresa.

 

—¿Ciudades? —rió suavemente—. Aquí no tenemos esas cosas. Vivimos en equilibrio con la tierra, como siempre lo hemos hecho. Nuestras familias han cuidado este lugar durante siglos. Nadie ha venido a quitarnos nuestras tierras ni a cambiar nuestra forma de vivir.

 

Un país diferente

 

Dana siguió a Anayka a través de la aldea, maravillándose de lo que veía. Los pueblos indígenas no solo habían sobrevivido, sino que florecían. Tenían su propio sistema de gobierno, sus propias escuelas y universidades, donde los ancianos transmitían el conocimiento de las plantas, el cielo, los animales y la medicina tradicional. No había divisiones por raza o clase; todos trabajaban juntos para mantener el bienestar de la comunidad. Cada región del país tenía su propio idioma, sus propios rituales, pero todos compartían el respeto por la tierra.

 

Anayka llevó a Dana hasta una gran casa comunal donde los ancianos contaban historias sobre el cielo y las estrellas. Uno de ellos, de rostro sereno y cabello blanco, se acercó a las niñas.

 

—La historia de nuestra gente es larga y rica —dijo, con voz profunda—. Nunca fuimos conquistados, y por eso nuestra sabiduría ha perdurado. No hubo guerras por oro, ni esclavitud. Aprendimos a convivir con la tierra, y ella nos ha dado todo lo que necesitamos.

 

Dana no podía creer lo que escuchaba. En este mundo, Colombia nunca había sido colonizada. No había pobreza extrema ni desplazamiento forzado. La naturaleza no había sido destruida, y las culturas indígenas seguían siendo el corazón del país. Los ríos seguían cantando libres, y la selva amazónica permanecía intacta, un santuario de vida.

 

El despertar

 

De repente, Dana sintió una mano suave en su hombro. Abrió los ojos de golpe, y se dio cuenta de que estaba de nuevo en el salón de clases. La profesora estaba junto a ella, sonriéndole.

 

—Parece que te quedaste dormida, Dana —dijo con amabilidad.

 

Dana parpadeó, todavía aturdida por su sueño. Miró a su alrededor; el mundo de su sueño había desaparecido, y estaba de vuelta en su realidad, donde Colombia sí había sido colonizada y su gente, a pesar de todo, había luchado para reconstruir su identidad.

 

Ese día, al salir de la escuela, Dana no podía dejar de pensar en lo que había soñado. Aunque el mundo real era muy diferente, su corazón se llenó de esperanza y respeto por las culturas indígenas de su país. Sabía que su historia no había sido perfecta, pero también comprendió que el pasado no podía cambiarse. Lo que sí podía hacer, era honrar a aquellos que habían luchado por su tierra, su cultura y sus raíces.

 

Así, mientras caminaba hacia su casa, Dana decidió que quería aprender más sobre sus propios orígenes, sobre los pueblos que habían habitado Colombia mucho antes de que llegara cualquier barco. Y en su corazón, llevaba el deseo de construir un futuro donde todas las voces fueran escuchadas, y donde el respeto por la tierra y la diversidad se mantuvieran vivos para siempre.

Y colorín colorado, la lección de hoy es: nunca subestimes el poder de una buena siesta.



Creador de contenidos:




No hay comentarios:

Publicar un comentario

Diciembre menos natilla, más memoria

  Ah, diciembre. Ese glorioso mes donde Colombia entra en un coma diabético colectivo inducido por la natilla, el buñuelo y el aguardiente...