Era 12 de octubre, y el salón de clases estaba lleno de
murmullo. Dana, una niña de 7 años, escuchaba atentamente a la profesora
explicando el significado del Día de la Raza. La maestra hablaba de Cristóbal
Colón, de los barcos que llegaron al continente, y de cómo ese día marcó el
encuentro entre dos mundos. Pero también habló de lo que significó para los
pueblos indígenas: la pérdida de sus tierras, sus costumbres y su libertad.
Dana, con la cabeza apoyada en la mano, sintió cómo sus
párpados se hacían pesados mientras imaginaba una Colombia distinta. Poco a
poco, sus ojos se cerraron, y sin darse cuenta, se quedó dormida. Fue entonces
cuando empezó a soñar…
Un mundo sin Colón
Dana se despertó en un lugar extraño, pero a la vez
familiar. Estaba de pie en medio de una gran pradera verde, rodeada de montañas
imponentes y ríos cristalinos que brillaban bajo el sol. No había edificios
altos ni carreteras, solo naturaleza en su estado más puro. A lo lejos, divisó
una aldea, pero no era una aldea común. Las casas eran de barro y madera,
decoradas con intrincados grabados y símbolos antiguos. El aire estaba lleno
del aroma de plantas medicinales, y el sonido de tambores rítmicos resonaba
suavemente en la distancia.
Caminó hacia la aldea, y al llegar, se dio cuenta de que la
gente vestía ropas tradicionales indígenas, con plumas, collares de piedras y
cintas de colores que representaban sus linajes ancestrales. Había hombres,
mujeres y niños compartiendo comida y enseñando a los más pequeños sobre la
tierra. Lo más sorprendente era cómo todos parecían vivir en profunda armonía
con la naturaleza. No había contaminación, ni basura; los ríos estaban limpios,
y las montañas no habían sido cortadas para construir carreteras o ciudades.
Dana se acercó a un grupo de niños que jugaban con figuras
talladas en madera. Una niña, que parecía tener su misma edad, se le acercó con
una sonrisa cálida.
—¿Quién eres? —preguntó Dana, un poco confundida.
—Soy Anayka —respondió la niña, ofreciéndole una de las
figuras talladas—. ¿Eres nueva en la aldea?
Dana asintió, aunque no estaba segura de dónde estaba.
—Creo que sí... —respondió con dudas—. ¿Dónde estoy? ¿Y
dónde están las ciudades? Los edificios altos... las carreteras.
Anayka la miró con sorpresa.
—¿Ciudades? —rió suavemente—. Aquí no tenemos esas cosas.
Vivimos en equilibrio con la tierra, como siempre lo hemos hecho. Nuestras
familias han cuidado este lugar durante siglos. Nadie ha venido a quitarnos
nuestras tierras ni a cambiar nuestra forma de vivir.
Un país diferente
Dana siguió a Anayka a través de la aldea, maravillándose de
lo que veía. Los pueblos indígenas no solo habían sobrevivido, sino que
florecían. Tenían su propio sistema de gobierno, sus propias escuelas y
universidades, donde los ancianos transmitían el conocimiento de las plantas,
el cielo, los animales y la medicina tradicional. No había divisiones por raza
o clase; todos trabajaban juntos para mantener el bienestar de la comunidad.
Cada región del país tenía su propio idioma, sus propios rituales, pero todos
compartían el respeto por la tierra.
Anayka llevó a Dana hasta una gran casa comunal donde los
ancianos contaban historias sobre el cielo y las estrellas. Uno de ellos, de
rostro sereno y cabello blanco, se acercó a las niñas.
—La historia de nuestra gente es larga y rica —dijo, con voz
profunda—. Nunca fuimos conquistados, y por eso nuestra sabiduría ha perdurado.
No hubo guerras por oro, ni esclavitud. Aprendimos a convivir con la tierra, y
ella nos ha dado todo lo que necesitamos.
Dana no podía creer lo que escuchaba. En este mundo,
Colombia nunca había sido colonizada. No había pobreza extrema ni
desplazamiento forzado. La naturaleza no había sido destruida, y las culturas
indígenas seguían siendo el corazón del país. Los ríos seguían cantando libres,
y la selva amazónica permanecía intacta, un santuario de vida.
El despertar
De repente, Dana sintió una mano suave en su hombro. Abrió
los ojos de golpe, y se dio cuenta de que estaba de nuevo en el salón de
clases. La profesora estaba junto a ella, sonriéndole.
—Parece que te quedaste dormida, Dana —dijo con amabilidad.
Dana parpadeó, todavía aturdida por su sueño. Miró a su
alrededor; el mundo de su sueño había desaparecido, y estaba de vuelta en su
realidad, donde Colombia sí había sido colonizada y su gente, a pesar de todo,
había luchado para reconstruir su identidad.
Ese día, al salir de la escuela, Dana no podía dejar de
pensar en lo que había soñado. Aunque el mundo real era muy diferente, su
corazón se llenó de esperanza y respeto por las culturas indígenas de su país.
Sabía que su historia no había sido perfecta, pero también comprendió que el
pasado no podía cambiarse. Lo que sí podía hacer, era honrar a aquellos que
habían luchado por su tierra, su cultura y sus raíces.
Así, mientras caminaba hacia su casa, Dana decidió que
quería aprender más sobre sus propios orígenes, sobre los pueblos que habían
habitado Colombia mucho antes de que llegara cualquier barco. Y en su corazón,
llevaba el deseo de construir un futuro donde todas las voces fueran
escuchadas, y donde el respeto por la tierra y la diversidad se mantuvieran
vivos para siempre.
Y colorín colorado, la lección de hoy es: nunca subestimes el poder de una buena siesta.
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