El
1 de mayo, ese día mágico donde todos nos acordamos de los derechos laborales.
Sacamos la banderita, marchamos con la convicción de un Quijote contra
molinos de viento (a veces, literalmente), y al día siguiente... bueno, al día
siguiente volvemos a la "normalidad". Y es que la
"normalidad" laboral colombiana es un género literario en sí misma:
una tragicomedia con tintes de realismo mágico, pero sin el realismo de un
contrato a término indefinido.
Nuestra
primera gran lucha, digna de una epopeya griega (pero con más calor y menos
túnicas), es contra esa hidra de mil cabezas llamada Informalidad.
¡Ah, la informalidad! Esa condición que te permite ser tu propio jefe... y tu
propio empleado, tu propio contador, tu propio jefe de seguridad, y tu propio
prestamista al final del mes. Somos campeones mundiales del
"rebusque", maestros en el arte de inventarnos el camello diario.
¿Para qué queremos un contrato con todas las de la ley si podemos vender tintos
en la esquina, hacer domicilios en patineta eléctrica esquivando huecos
mortales, o ser "influencers" de la vida real, influenciando a la
gente a comprar un tamalito? La lucha aquí no es solo por un contrato, ¡es por
la dignidad de saber si mañana tendremos para el del bus!
Ligado
a esto, tenemos la gloriosa batalla contra la precariedad laboral. ¿Para qué pedir vacaciones pagas si tus vacaciones son
obligatorias y sin sueldo cuando el "jefe" no tiene producción? ¿Para
qué quejarse de la falta de seguridad en el trabajo si tu oficina es la calle
con sus múltiples encantos y peligros? Aquí, la lucha es un ejercicio de
equilibrismo diario, una danza entre la necesidad y la supervivencia, aderezada
con la incertidumbre de no saber si el próximo mes podrás pagar el arriendo del
cuartico. Pero ojo, ¡somos resilientes! Como dice la abuela: "Mientras
haya salud y algo en la olla..." (aunque la olla a veces esté más vacía
que el bolsillo después de pagar los servicios).
Y
no podemos olvidar, en este cuadro costumbrista, la valiente, aunque a menudo
solitaria, lucha de los líderes sindicales. Ser sindicalista en Colombia es una profesión de
alto riesgo, una especie de deporte extremo sin patrocinadores ni medallas
(bueno, las medallas a veces son de plomo). Mientras en otros países los
sindicalistas negocian cláusulas de bienestar y bonos de productividad, aquí
muchos negocian su propia seguridad y la de sus familias. La lucha no es solo
en la mesa de negociación, es también en la trinchera diaria contra las
amenazas y la indiferencia. Un aplauso de pie para ellos, que con una mezcla de
berraquera y terquedad, siguen dando la pelea.
Finalmente,
tenemos la telenovela de nunca acabar: la reforma laboral. ¡Ay, la reforma! Esa quimera que aparece en cada
gobierno, prometiendo el paraíso laboral en la tierra, pero que termina
enredada en debates, pupitrazos y discusiones que ni el más versado en derecho
entiende. Que si beneficia a unos, que si perjudica a otros, que si mata la
gallina de los huevos de oro (esa gallina que pocos han visto en persona).
Mientras los expertos se tiran cifras y argumentos, el trabajador de a pie
sigue esperando que la tal reforma le llegue en forma de algo tangible: un
contrato decente, un horario justo, o al menos, ¡que le paguen completo la
quincena! La lucha aquí es contra la burocracia, la polarización y, a veces, la
pura y simple falta de voluntad política.
Las
luchas laborales en Colombia son un reflejo de nuestra compleja realidad. Son
batallas diarias, pequeñas y grandes, visibles e invisibles, libradas con
ingenio, resistencia y un sentido del humor que nos impide llorar (demasiado).
Mientras el mundo celebra el 1 de mayo recordando gestas pasadas, nosotros lo
celebramos... luchando en el presente. Y quién sabe, quizás un día, con tanta
lucha y tanto rebusque, ¡terminemos inventando un nuevo modelo laboral que
revolucione el mundo! Mientras tanto, ¡a seguirle, que la lucha es larga y el
tinto no se vende solo!
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